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Don Octavio: la vida entre ollas, fuego y esfuerzo

Don Octavio: la vida entre ollas, fuego y esfuerzo

Desde niño, don Octavio aprendió que el trabajo era la única receta segura para salir adelante. Nació en el campo, en una familia humilde, y desde muy pequeño descubrió que el destino le tenía reservado un lugar frente al fuego, entre ollas, sartenes y aromas que llenan el alma. “Tuve que trabajar de chico, de los trece o catorce años ya estaba metido en la cocina”, recuerda con esa voz pausada de quien sabe que cada día vivido es un logro ganado.

Su pasión por la cocina nació en casa. Aprendió mirando a su madre y a su abuela, observando cómo con poco hacían mucho, cómo un simple guiso podía convertirse en una fiesta. “Aprendí de ellas y me gustó la cocina. Me apasionó desde niño.” Esa curiosidad lo llevó a trabajar en distintos restaurantes, a quemarse las manos y el corazón muchas veces, pero siempre con la mirada puesta en un sueño: tener su propio lugar.

Y así fue. Con una olla, un sartén y una fe inquebrantable, comenzó su camino. No tenía nada, salvo sus ganas y un espacio pequeño donde empezó a cocinar. “Empecé luchando con una olla y un sartén, de a poco lo fui arreglando, agrandándolo”, dice con orgullo. Tenía unos treinta y tantos años cuando abrió las puertas de su primer local. Era chico, con apenas seis mesas y unas pocas sillas viejas que había encontrado botadas. Pero lo que no faltaba era el calor: el de la cocina y el humano.

Su historia es una historia de esfuerzo puro. Cada mejora, cada pared levantada, fue fruto de largas jornadas, de sudor, de noches sin descanso. “Al principio se me llovía entero, era chiquitito. Después lo fui remodelando, hasta que lo boté todo y lo hice grande de nuevo”, cuenta. Su éxito no se mide en metros cuadrados, sino en clientes que regresan una y otra vez, agradecidos por el sabor y por la atención. “Gracias a mis clientes estoy donde estoy. Pude avanzar gracias a mi gente.”

Don Octavio no solo cocina, enseña. Tiene ayudantes jóvenes, a quienes transmite no solo técnicas, sino valores. “Les voy enseñando todo. Me gusta eso, enseñar. Hay que ser luchador, perseverante, tener ganas.” Él está todos los días en su cocina, no supervisando desde lejos, sino donde “queman las papas”, como dice riendo. “Hay que estar ahí, vigilando, que todo salga bien. Ser ordenado, limpio. Se le debe respeto al público.”

Cuando se le pregunta cuál es su plato estrella, no duda en sonreír: “Los mariscos, las carnes, el cordero, la cazuela de campo, la cazuela de pava… Tengo cosas del campo y cosas del mar. Es una cocina completa, de campo y mar.” Su menú es el reflejo de su historia: una mezcla de raíces humildes y espíritu aventurero, de tradición y sabor.

Para él, nada es imposible. “Si uno hace las cosas bien, nada se hace difícil. Todo se puede alcanzar con ganas y trabajando bien. Esa es la verdadera magia: hacer las cosas bien, no pasar a llevar a nadie.” Esa frase podría estar escrita en la pared de su cocina, entre las ollas y los cuchillos.

Hoy, cuando mira su restaurante, siente orgullo y gratitud. Orgullo por lo que construyó con sus propias manos, gratitud por la gente que lo acompañó en el camino y por Dios, que —como dice— “siempre estuvo conmigo”. Don Octavio es más que un cocinero: es un ejemplo de constancia, humildad y amor por lo que se hace. Su vida es la mejor muestra de que los grandes sueños pueden nacer de una simple olla… si se cocinan con corazón.